Eduardo Galeano
(Eduardo Hugues Galeano; Montevideo, 1940 - 2015) Escritor y periodista uruguayo cuya obra, comprometida con la realidad latinoamericana, indaga en las raíces y en los mecanismos sociales y políticos de Hispanoamérica.
Las madres de Plaza de Mayo
1977. Buenos Aires
Las madres de Plaza de Mayo, mujeres paridas por sus hijos, son el coro griego de esta tragedia. Enarbolando las fotos de sus desaparecidos, dan vueltas y vueltas a la pirámide, ante la rosada casa de gobierno, con la misma obstinación con que peregrinan por cuarteles y comisarías y sacristías, secas de tanto llorar, desesperadas de tanto esperar a los que estaban y ya no están, o quizás siguen estando, o quién sabe:
–Me despierto y siento que está vivo –dice una, dicen todas–. Me voy desinflando mientras pasa la mañana. Se me muere al mediodía. Resucita en la tarde. Entonces vuelvo a creer que llegará y pongo un plato para él en la mesa, pero se vuelve a morir y a la noche me caigo dormida sin esperanza. Me despierto y siento que está vivo...
Las llaman locas. Normalmente no se habla de ellas. Normalizada la situación, el dólar está barato y cierta gente también. Los poetas locos van al muere y los poetas normales besan la espada y cometen elogios y silencios. Con toda normalidad el ministro de Economía caza leones y jirafas en la selva africana y los generales cazan obreros en los suburbios de Buenos Aires. Nuevas normas de lenguaje obligan a llamar Proceso de Reorganización Nacional a la dictadura militar.
EVITA
Las llaman locas. Normalmente no se habla de ellas. Normalizada la situación, el dólar está barato y cierta gente también. Los poetas locos van al muere y los poetas normales besan la espada y cometen elogios y silencios. Con toda normalidad el ministro de Economía caza leones y jirafas en la selva africana y los generales cazan obreros en los suburbios de Buenos Aires. Nuevas normas de lenguaje obligan a llamar Proceso de Reorganización Nacional a la dictadura militar.
EVITA
Evita
1935. Buenos Aires
1935. Buenos Aires
Parece una flaquita del montón, paliducha, desteñida, ni fea ni linda, que usa ropa de segunda mano y repite sin chistar las rutinas de la pobreza. Como todas vive prendida a los novelones de la radio, los domingos va al cine y sueña con ser Norma Shearer y todas las tardecitas, en la estación del pueblo, mira pasar el tren hacia Buenos Aires. Pero Eva Duarte está harta. Ha cumplido quince años y está harta: trepa al tren y se larga.
Esta chiquilina no tiene nada. No tiene padre ni dinero; no es dueña de ninguna cosa. Ni siquiera tiene una memoria que la ayude.
Desde que nació en el pueblo de Los Toldos, hija de madre soltera, fue condenada a la humillación, y ahora es una nadie entre los miles de nadies que los trenes vuelcan cada día sobre Buenos Aires, multitud de provincianos de pelo chuzo y piel morena, obreros y sirvientas que entran en la boca de la ciudad y son por ella devorados: durante la semana Buenos Aires los mastica y los domingos escupe los pedazos.
Esta chiquilina no tiene nada. No tiene padre ni dinero; no es dueña de ninguna cosa. Ni siquiera tiene una memoria que la ayude.
Desde que nació en el pueblo de Los Toldos, hija de madre soltera, fue condenada a la humillación, y ahora es una nadie entre los miles de nadies que los trenes vuelcan cada día sobre Buenos Aires, multitud de provincianos de pelo chuzo y piel morena, obreros y sirvientas que entran en la boca de la ciudad y son por ella devorados: durante la semana Buenos Aires los mastica y los domingos escupe los pedazos.
Frida
1929. Ciudad de México
1929. Ciudad de México
Tina Modotti no está sola frente a sus inquisidores. La acompañan, de un brazo y del otro, sus camaradas Diego Rivera y Frida Kahlo: el inmenso buda pintor y su pequeña Frida, pintora también, la mejor amiga de Tina, que parece una misteriosa princesa de Oriente pero dice más palabrotas y bebe más tequila que un mariachi de Jalisco.
Frida ríe a carcajadas y pinta espléndidas telas al óleo desde el día en que fue condenada al dolor incesante.
El primer dolor ocurrió allá lejos, en la infancia, cuando sus padres la disfrazaron de ángel y ella quiso volar con alas de paja; pero el dolor de nunca acabar llegó por un accidente en la calle, cuando un fierro de tranvía se le clavó en el cuerpo de lado a lado, como una lanza, y le trituró los huesos. Desde entonces ella es un dolor que sobrevive. La han operado, en vano, muchas veces; y en la cama del hospital empezó a pintar sus autorretratos, que son desesperados homenajes a la vida que le queda.
Frida ríe a carcajadas y pinta espléndidas telas al óleo desde el día en que fue condenada al dolor incesante.
El primer dolor ocurrió allá lejos, en la infancia, cuando sus padres la disfrazaron de ángel y ella quiso volar con alas de paja; pero el dolor de nunca acabar llegó por un accidente en la calle, cuando un fierro de tranvía se le clavó en el cuerpo de lado a lado, como una lanza, y le trituró los huesos. Desde entonces ella es un dolor que sobrevive. La han operado, en vano, muchas veces; y en la cama del hospital empezó a pintar sus autorretratos, que son desesperados homenajes a la vida que le queda.
Ventana sobre una mujer
Esa mujer es una casa secreta.
En sus rincones, guarda voces y esconde fantasmas.
En las noches de invierno, humea.
Quien en ella entra, dicen, nunca más sale.
Yo atravieso el hondo foso que la rodea. En esa casa seré habitado. En ella me espera el vino que me beberá. Muy suavemente golpeo a la puerta, y espero.
En sus rincones, guarda voces y esconde fantasmas.
En las noches de invierno, humea.
Quien en ella entra, dicen, nunca más sale.
Yo atravieso el hondo foso que la rodea. En esa casa seré habitado. En ella me espera el vino que me beberá. Muy suavemente golpeo a la puerta, y espero.
Día de la lactancia materna
Bajo el techo ondulado de la estación de Chengdu, en Sichuan, centenares de jóvenes chinas sonríen para la foto.
Todas lucen idénticos delantales nuevos.
Están todas recién peinadas, lavadas, planchadas.
Están todas recién paridas.
Esperan el tren que las llevará a Pekín.
En Pekín, todas darán de mamar a bebés ajenos.
Estas vacas lecheras serán bien pagadas y bien alimentadas.
Mientras tanto, muy lejos de Pekín, en las aldeas de Sichuan, sus bebés serán amamantados con leche en polvo.
Todas dicen que lo hacen por ellos, para pagarles una buena educación.
Todas lucen idénticos delantales nuevos.
Están todas recién peinadas, lavadas, planchadas.
Están todas recién paridas.
Esperan el tren que las llevará a Pekín.
En Pekín, todas darán de mamar a bebés ajenos.
Estas vacas lecheras serán bien pagadas y bien alimentadas.
Mientras tanto, muy lejos de Pekín, en las aldeas de Sichuan, sus bebés serán amamantados con leche en polvo.
Todas dicen que lo hacen por ellos, para pagarles una buena educación.
Juana
Como Teresa de Ávila, Juana Inés de la Cruz se hizo monja para evitar la jaula del matrimonio.
Pero también en el convento su talento ofendía.
¿Tenía cerebro de hombre esta cabeza de mujer? ¿Por qué escribía con letra de hombre? ¿Para qué quería pensar, si guisaba tan bien? Y ella, burlona, respondía:
–¿Qué podemos saber las mujeres, sino filosofías de cocina?
Como Teresa, Juana escribía, aunque ya el sacerdote Gaspar de Astete había advertido que a la
doncella cristiana no le es necesario saber escribir, y le puede ser dañoso.
Como Teresa, Juana no sólo escribía, sino que, para más escándalo, escribía indudablemente bien. En siglos diferentes, y en diferentes orillas de la misma mar, Juana, la mexicana, y Teresa, la española, defendían por hablado y por escrito a la despreciada mitad del mundo.
Como Teresa, Juana fue amenazada por la Inquisición. Y la Iglesia, su Iglesia, la persiguió, por
cantar a lo humano tanto o más que a lo divino, y por obedecer poco y preguntar demasiado.
Con sangre, y no con tinta, Juana firmó su arrepentimiento. Y juró por siempre silencio. Y muda murió.
Pero también en el convento su talento ofendía.
¿Tenía cerebro de hombre esta cabeza de mujer? ¿Por qué escribía con letra de hombre? ¿Para qué quería pensar, si guisaba tan bien? Y ella, burlona, respondía:
–¿Qué podemos saber las mujeres, sino filosofías de cocina?
Como Teresa, Juana escribía, aunque ya el sacerdote Gaspar de Astete había advertido que a la
doncella cristiana no le es necesario saber escribir, y le puede ser dañoso.
Como Teresa, Juana no sólo escribía, sino que, para más escándalo, escribía indudablemente bien. En siglos diferentes, y en diferentes orillas de la misma mar, Juana, la mexicana, y Teresa, la española, defendían por hablado y por escrito a la despreciada mitad del mundo.
Como Teresa, Juana fue amenazada por la Inquisición. Y la Iglesia, su Iglesia, la persiguió, por
cantar a lo humano tanto o más que a lo divino, y por obedecer poco y preguntar demasiado.
Con sangre, y no con tinta, Juana firmó su arrepentimiento. Y juró por siempre silencio. Y muda murió.
La expulsión
Cristóbal Colón no consiguió descubrir América, porque no tenía visa y ni siquiera tenía pasaporte.
A Pedro Alvares Cabral le prohibieron desembarcar en Brasil, porque podía contagiar la viruela, el sarampión, la gripe y otras pestes desconocidas en el país.
Hernán Cortés y Francisco Pizarro se quedaron con las ganas de conquistar México y Perú, porque carecían de permiso de trabajo.
Pedro de Alvarado rebotó en Guatemala y Pedro de Valdivia no pudo entrar en Chile, porque no llevaban certificados policiales de buena conducta.
Los peregrinos del Mayflower fueron devueltos a la mar, porque en las costas de Massachusetts no había cuotas abiertas de inmigración.
A Pedro Alvares Cabral le prohibieron desembarcar en Brasil, porque podía contagiar la viruela, el sarampión, la gripe y otras pestes desconocidas en el país.
Hernán Cortés y Francisco Pizarro se quedaron con las ganas de conquistar México y Perú, porque carecían de permiso de trabajo.
Pedro de Alvarado rebotó en Guatemala y Pedro de Valdivia no pudo entrar en Chile, porque no llevaban certificados policiales de buena conducta.
Los peregrinos del Mayflower fueron devueltos a la mar, porque en las costas de Massachusetts no había cuotas abiertas de inmigración.
Los emigrantes, ahora
Desde siempre, las mariposas y las golondrinas y los flamencos vuelan huyendo del frío, año tras año, y nadan las ballenas en busca de otra mar y los salmones y las truchas en busca de sus ríos. Ellos viajan miles de leguas, por los libres caminos del aire y del agua.
No son libres, en cambio, los caminos del éxodo humano. En inmensas caravanas, marchan los fugitivos de la vida imposible.
Viajan desde el sur hacia el norte y desde el sol naciente hacia el poniente.
Les han robado su lugar en el mundo. Han sido despojados de sus trabajos y sus tierras.
Muchos huyen de las guerras, pero muchos más huyen de los salarios exterminados y de los suelos arrasados.
Los náufragos de la globalización peregrinan inventando caminos, queriendo casa, golpeando puertas: las puertas que se abren, mágicamente, al paso del dinero, se cierran en sus narices. Algunos consiguen colarse. Otros son cadáveres que la mar entrega a las orillas prohibidas, o cuerpos sin nombre que yacen bajo tierra en el otro mundo adonde querían llegar.
Sebastiáo Salgado los ha fotografiado, en cuarenta países, durante varios años. De su largo trabajo, quedan trescientas imágenes. Y las trescientas imágenes de esta inmensa desventura humana caben, todas, en un segundo. Suma solamente un segundo toda la luz que ha entrado en la cámara, a lo largo de tantas fotografías: apenas una guiñada en los ojos del sol, no más que un instantito en la memoria del tiempo.
No son libres, en cambio, los caminos del éxodo humano. En inmensas caravanas, marchan los fugitivos de la vida imposible.
Viajan desde el sur hacia el norte y desde el sol naciente hacia el poniente.
Les han robado su lugar en el mundo. Han sido despojados de sus trabajos y sus tierras.
Muchos huyen de las guerras, pero muchos más huyen de los salarios exterminados y de los suelos arrasados.
Los náufragos de la globalización peregrinan inventando caminos, queriendo casa, golpeando puertas: las puertas que se abren, mágicamente, al paso del dinero, se cierran en sus narices. Algunos consiguen colarse. Otros son cadáveres que la mar entrega a las orillas prohibidas, o cuerpos sin nombre que yacen bajo tierra en el otro mundo adonde querían llegar.
Sebastiáo Salgado los ha fotografiado, en cuarenta países, durante varios años. De su largo trabajo, quedan trescientas imágenes. Y las trescientas imágenes de esta inmensa desventura humana caben, todas, en un segundo. Suma solamente un segundo toda la luz que ha entrado en la cámara, a lo largo de tantas fotografías: apenas una guiñada en los ojos del sol, no más que un instantito en la memoria del tiempo.
La partida
Esta mujer se marcha al norte. Sabe que puede morir de ahogo en la travesía del río y de bala, sed o serpiente en la travesía del desierto.
Dice adiós a sus hijos, queriendo decirles hasta luego. Y ya yéndose de Oaxaca, se arrodilla ante la Virgen de Guadalupe, en un altarcito de paso, y le ruega el milagro:
–No te pido que me des. Te pido que me pongas donde hay.
Dice adiós a sus hijos, queriendo decirles hasta luego. Y ya yéndose de Oaxaca, se arrodilla ante la Virgen de Guadalupe, en un altarcito de paso, y le ruega el milagro:
–No te pido que me des. Te pido que me pongas donde hay.
La historia que pudo ser
En el mes de marzo del año 2000, sesenta haitianos se lanzaron a las aguas del mar Caribe, en un barquito de morondanga.
Los sesenta murieron ahogados.
Como era una noticia de rutina, nadie se enteró.
Los tragados por las aguas habían sido, todos, cultivadores de arroz.
Desesperados, huían.
En Haití, los campesinos arroceros se han convertido en balseros o en mendigos, desde que el Fondo Monetario Internacional prohibió la protección que el estado brindaba a la producción nacional.
Ahora Haití compra el arroz en los Estados Unidos, donde el Fondo Monetario Internacional, que es bastante distraído, se ha olvidado de prohibir la protección que el estado brinda a la producción nacional.
Los sesenta murieron ahogados.
Como era una noticia de rutina, nadie se enteró.
Los tragados por las aguas habían sido, todos, cultivadores de arroz.
Desesperados, huían.
En Haití, los campesinos arroceros se han convertido en balseros o en mendigos, desde que el Fondo Monetario Internacional prohibió la protección que el estado brindaba a la producción nacional.
Ahora Haití compra el arroz en los Estados Unidos, donde el Fondo Monetario Internacional, que es bastante distraído, se ha olvidado de prohibir la protección que el estado brinda a la producción nacional.
La llegada
Sin documentos, sin dinero, sin nada, se echó a caminar desde su aldea de Sierra Leona.
La madre regó con agua sus primeras huellas, para darle suerte en el viaje.
De los que con él salieron, ninguno llegó. Algunos fueron atrapados por la policía, y otros fueron comidos por la arena o la mar. Pero él ha conseguido entrar en Barcelona. Junto a otros sobrevivientes de otras odiseas, hace noche en la plaza Cataluña. Yace sobre el suelo de piedra, cara al cielo.
En el cielo, que poco se ve, busca sus estrellas. Aquí no están.
Quisiera dormir, pero nunca se apagan las luces de la ciudad. Aquí la noche es día también.
La madre regó con agua sus primeras huellas, para darle suerte en el viaje.
De los que con él salieron, ninguno llegó. Algunos fueron atrapados por la policía, y otros fueron comidos por la arena o la mar. Pero él ha conseguido entrar en Barcelona. Junto a otros sobrevivientes de otras odiseas, hace noche en la plaza Cataluña. Yace sobre el suelo de piedra, cara al cielo.
En el cielo, que poco se ve, busca sus estrellas. Aquí no están.
Quisiera dormir, pero nunca se apagan las luces de la ciudad. Aquí la noche es día también.
El puerto
La abuela Raquel estaba ciega cuando murió. Pero tiempo después, en el sueño de Helena, la abuela veía.
En el sueño, la abuela no tenía un montón de años, ni era un puñado de cansados huesitos: ella era nueva, era una niña de cuatro años que estaba culminando la travesía de la mar desde la remota Besarabia, una emigrante entre muchos emigrantes. En la cubierta del barco, la abuela pedía a Helena que la alzara, porque el barco estaba llegando y ella quería ver el puerto de Buenos Aires.
Y así, en el sueño, alzada en brazos de su nieta, la abuela ciega veía el puerto del país desconocido donde iba a vivir toda su vida.
En el sueño, la abuela no tenía un montón de años, ni era un puñado de cansados huesitos: ella era nueva, era una niña de cuatro años que estaba culminando la travesía de la mar desde la remota Besarabia, una emigrante entre muchos emigrantes. En la cubierta del barco, la abuela pedía a Helena que la alzara, porque el barco estaba llegando y ella quería ver el puerto de Buenos Aires.
Y así, en el sueño, alzada en brazos de su nieta, la abuela ciega veía el puerto del país desconocido donde iba a vivir toda su vida.
El albatros
Vive en el viento. Vuela siempre, volando duerme.
El viento no lo cansa ni lo gasta. Es de vida larga: a los sesenta años, sigue dando vueltas y más vueltas alrededor del mundo.
El viento le anuncia de dónde vendrá la tempestad y le dice dónde está la costa. Él nunca se pierde, ni olvida el lugar donde nació; pero la tierra no es lo suyo, ni la mar tampoco. En el suelo, sus patas cortas caminan mal, y en el agua se aburre.
Cuando el viento lo abandona, espera. A veces el viento demora, pero siempre vuelve: lo busca, lo llama, y se lo lleva. Y él se deja llevar, se deja volar, con sus alas enormes planeando en el aire.
El viento no lo cansa ni lo gasta. Es de vida larga: a los sesenta años, sigue dando vueltas y más vueltas alrededor del mundo.
El viento le anuncia de dónde vendrá la tempestad y le dice dónde está la costa. Él nunca se pierde, ni olvida el lugar donde nació; pero la tierra no es lo suyo, ni la mar tampoco. En el suelo, sus patas cortas caminan mal, y en el agua se aburre.
Cuando el viento lo abandona, espera. A veces el viento demora, pero siempre vuelve: lo busca, lo llama, y se lo lleva. Y él se deja llevar, se deja volar, con sus alas enormes planeando en el aire.
Los emigrantes, hace un siglo
Un mechón de pelo,
una vieja llave que había perdido su puerta,
una pipa que había perdido su boca,
el nombre de alguien bordado en un pañuelo,
el retrato de alguien en marco de óvalo,
una cobija que había sido compartida
y otras cosas y cositas venían, envueltas entre las ropas, en el equipaje de los desterrados.
No era mucho lo que cabía en cada valija, pero en cada una cabía un mundo. Chueca, destartalada, atada con cordones o mal cerrada por herrajes quejumbrosos, cada valija era como todas, pero igual a ninguna.
Los hombres y las mujeres llegados desde lejos se dejaban llevar, como sus valijas, de fila en fila, y se amontonaban, como ellas, esperando. Venían de aldeas invisibles en el mapa, y al cabo de sus largas travesías habían desembarcado en la isla Ellis. Estaban a un paso de la Estatua de la Libertad, que había llegado, poco antes que ellos, al puerto de Nueva York.
En la isla, funcionaba el colador. Los porteros de la Tierra Prometida interrogaban y clasificaban a los inmigrantes. les escuchaban el corazón y los pulmones, les estudiaban los párpados, las bocas y los dedos de los pies, los pesaban y les medían la presión, la fiebre, la estatura y la inteligencia.
Los exámenes de inteligencia eran los más difíciles. Muchos de los recién llegados no sabían escribir, o no atinaban más que a balbucear palabras incomprensibles en lenguas desconocidas. Para definir su coeficiente intelectual, debían contestar, entre otras preguntas, cómo se barría una escalera: ¿Se barría hacia arriba, hacia abajo o hacia los costados? Una muchacha polaca respondió:
–Yo no he venido a este pais para barrer escaleras.
una vieja llave que había perdido su puerta,
una pipa que había perdido su boca,
el nombre de alguien bordado en un pañuelo,
el retrato de alguien en marco de óvalo,
una cobija que había sido compartida
y otras cosas y cositas venían, envueltas entre las ropas, en el equipaje de los desterrados.
No era mucho lo que cabía en cada valija, pero en cada una cabía un mundo. Chueca, destartalada, atada con cordones o mal cerrada por herrajes quejumbrosos, cada valija era como todas, pero igual a ninguna.
Los hombres y las mujeres llegados desde lejos se dejaban llevar, como sus valijas, de fila en fila, y se amontonaban, como ellas, esperando. Venían de aldeas invisibles en el mapa, y al cabo de sus largas travesías habían desembarcado en la isla Ellis. Estaban a un paso de la Estatua de la Libertad, que había llegado, poco antes que ellos, al puerto de Nueva York.
En la isla, funcionaba el colador. Los porteros de la Tierra Prometida interrogaban y clasificaban a los inmigrantes. les escuchaban el corazón y los pulmones, les estudiaban los párpados, las bocas y los dedos de los pies, los pesaban y les medían la presión, la fiebre, la estatura y la inteligencia.
Los exámenes de inteligencia eran los más difíciles. Muchos de los recién llegados no sabían escribir, o no atinaban más que a balbucear palabras incomprensibles en lenguas desconocidas. Para definir su coeficiente intelectual, debían contestar, entre otras preguntas, cómo se barría una escalera: ¿Se barría hacia arriba, hacia abajo o hacia los costados? Una muchacha polaca respondió:
–Yo no he venido a este pais para barrer escaleras.
Ceremonia
El Chato llevaba muchos años detrás de aquel mostrador. Servía bebidas, a veces las inventaba. Callaba, a veces escuchaba. Conocía las costumbres y las manías de cada uno de los clientes que venían, noche tras noche, a mojar la garganta.
Había un hombre que llegaba siempre a la misma hora, a las ocho en punto de cada noche, y pedía dos copas de vino blanco seco. Pedía las dos a la vez y las bebía él solo, un sorbo de una copa, un sorbo de la otra. Muy lentamente, en silencio, el hombre vaciaba sus dos copas, pagaba y se marchaba.
El Chato tenía la costumbre de no preguntar. Pero una noche el hombre le leyó alguna curiosidad en los ojos; y como quien no quiere la cosa, contó. Dijo que su amigo más amigo, su amigo de siempre, se había ido. Harto de correr la liebre, se había ido muy lejos del Uruguay, y ahora estaba en Canadá.
–Allá le va muy bien –dijo.
Y después dijo:
–No sé si le va muy bien.
Y se calló la boca.
Desde que su amigo se había ido, los dos se encontraban cada noche, a las ocho en punto, hora de Montevideo, él en este bar de aquí y su amigo en un bar de allá, y bebían una copa juntos.
Y así pasó el tiempo, noche tras noche.
Hasta que una vez el hombre llegó con la puntualidad de siempre pero pidió una sola copa.
Y bebió, lento, callado, quizás un poco más lento y callado que de costumbre, hasta la última gota de esa única copa.
Y cuando pagó la cuenta y se levantó para marcharse, el Chato hizo lo que nunca: lo tocó.
Estiró el brazo sobre el mostrador y lo tocó:
–Mi pésame –dijo.
Había un hombre que llegaba siempre a la misma hora, a las ocho en punto de cada noche, y pedía dos copas de vino blanco seco. Pedía las dos a la vez y las bebía él solo, un sorbo de una copa, un sorbo de la otra. Muy lentamente, en silencio, el hombre vaciaba sus dos copas, pagaba y se marchaba.
El Chato tenía la costumbre de no preguntar. Pero una noche el hombre le leyó alguna curiosidad en los ojos; y como quien no quiere la cosa, contó. Dijo que su amigo más amigo, su amigo de siempre, se había ido. Harto de correr la liebre, se había ido muy lejos del Uruguay, y ahora estaba en Canadá.
–Allá le va muy bien –dijo.
Y después dijo:
–No sé si le va muy bien.
Y se calló la boca.
Desde que su amigo se había ido, los dos se encontraban cada noche, a las ocho en punto, hora de Montevideo, él en este bar de aquí y su amigo en un bar de allá, y bebían una copa juntos.
Y así pasó el tiempo, noche tras noche.
Hasta que una vez el hombre llegó con la puntualidad de siempre pero pidió una sola copa.
Y bebió, lento, callado, quizás un poco más lento y callado que de costumbre, hasta la última gota de esa única copa.
Y cuando pagó la cuenta y se levantó para marcharse, el Chato hizo lo que nunca: lo tocó.
Estiró el brazo sobre el mostrador y lo tocó:
–Mi pésame –dijo.
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