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PIEL


Tengo siete años. Estoy en la playa, aterrada. Mi mamá me está empujando al mar y yo no quiero entrar. Le digo que me va a doler todo, y ella me dice que sí, pero que es parte de la curación. Tengo ganas de llorar, y sin embargo, no lloro. Hace días que me está costando mucho caminar. Tengo la planta de los pies tajeada en varias partes. Los médicos no encuentran explicación. Así y todo, ofrecen soluciones: "Meta a la nena en el mar, que con la sal del agua, las heridas van a cicatrizar más rápido".
Qué cosa jodida los doctores. No soportan el silencio. No soportan no saber. Cuando no saben, justifican: Lo que tenés, es psicológico.
Cedo a los empujones y la agarro de la mano. Camino, como caminan los pingüinos, torpe y despacio, en dirección al mar. El agua entra de golpe en todas mis heridas y me muero de dolor. No contengo las lágrimas. Mi mamá me toca el pelo y me dice: "Un ratito más. Esperá un ratito más, hija".
Espero. Me levanta en sus brazos y me saca del mar. Te odio, mar, te odio. Mi mamá me envuelve en una bata de Mickey y me quedo sentada en una reposera, sin apoyar los pies. No vuelvo a caminar ese día.
Cumplo esas vacaciones, sin la hermosa sensación de felicidad, el sueño de todos los niños: Vivir a upa.

Las heridas cierran unos días. Vuelven a abrirse, vuelven a castigarme. Muchas personas piensan que en la vida es peor haber tenido la vista sana, y después quedar ciego... Yo esos años pienso que curarme la piel y después volver a sufrirla, es mejor que no caminar.
Visito hospitales. Muchos. Demasiados. Los médicos dicen que tal vez sea un hongo. Que también puede ser una alergia. "Alergia a la goma", decretan finalmente. Para ese entonces, ya tengo 11 años y decir eso cuando me preguntan por qué voy en alpargatas a la playa o por qué le pido a mi compañera de banco que borre los errores que cometo con lápiz, es un punto incómodo y un blanco de bromas.
Se me empiezan a abrir también las manos. Ya no sólo se cortan, sino que las capas de piel se caen de a pedazos. Me da miedo perder las huellas digitales. Le pregunto a mi mamá si las voy a perder y me dice que no, que ahí está la identidad, y que no importa cuántas veces se me caiga la piel, las voy a seguir teniendo. Me quedo tranquila y dejo de fantasear con ser una ladrona de bancos inatrapable.

Paso algunos días recorriendo las calles en busca de aloe vera, otra de las soluciones médicas. Mi mamá pasa algunas noches vendándome los pies y las manos con esa planta. Visitamos otros muchos médicos. Me raspan los pies y las manos. Ellos les dicen "Muestras". Yo les digo "Lágrimas".
Uno afirma: "Es algo hormonal. Se le va a pasar cuando se desarrolle, más o menos dentro de un año". Y yo le creo.
Cuento los días para mis doce años. Vienen. Y la profecía de curación, unos meses más tarde, se cumple.

Llega el verano, mi mamá me compra unas ojotas. Soy feliz. La piel está resentida, pero no duele. Camino por la arena con las ojotas como si fuera la aventura más linda del universo. Las dejo en la orilla y me meto al mar. Las olas me pasean, me suben, me revuelcan. Me llevan a otra playa, me pierdo. El guardavidas me agarra de la mano y busca mi sombrilla. Así mil veces. Me acostumbro a perderme. Paso horas en el mar nadando, inventando cuentos, jugando con otros chicos. Te quiero, mar, te quiero.
Vuelvo al colegio. Borro yo misma los errores que cometo con lápiz. Me compro la goma blanca, la azul y roja no me gusta. Mi mamá me dice que es más barata la segunda, que por qué no la quiero. Me explico: Primero, porque es muy dura y áspera. Segundo, porque tiene los colores de San Lorenzo. Entonces me reprocha que no puede comprarme lo más caro porque no lo cuido, que siempre pierdo todos los útiles, incluída la goma. Que pasa un mes de clases y yo ya no tengo cartuchera. Mi hermano Emmanuel me aconseja con simpleza que vaya a portería, pida la caja de cosas perdidas, y me agarre los útiles de otros y también una cartuchera. Yo me río. Ni loca, le digo. Me explico: Primero porque es robar. Y segundo porque la caja de las cosas perdidas la tiene Amanda, la portera que asusta hasta a la mafia china.

Años después me encuentra una frase de Frida Kahlo: "Pies pa' que los quiero, si tengo alas para volar".
Sonrío y pienso: Qué suerte que tengo las dos cosas.
(Sobre todo las alas).
-MAGALI TAJES

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